Los árabes musulmanes, alentados por la idea de la
"guerra santa", iniciaron en el siglo VII una
fulgurante expansión por el
Oriente Medio y el norte de África, llegando hasta las costas del océano
Atlántico.
Aprovechando la crisis interna del reino visigodo, envuelto en una de
sus constantes luchas internas por el poder monárquico, tropas musulmanas,
compuestas por árabes y beréberes, cruzaron el estrecho de Gibraltar en
el año 711 iniciando la conquista de la península ibérica.
Dirigidos por el beréber Tariq
,
lugarteniente del gobernador del Norte de África,
Musa
ibn Nusayr los musulmanes derrotaron en la batalla de Guadalete (711)
al último rey visigodo, Rodrigo, que perdió la vida en el combate.
Animados por aquel éxito, los invasores decidieron proseguir el avance por las
tierras hispanas, primero en dirección a Toledo, posteriormente hacia
Zaragoza. En
apenas tres años, los musulmanes lograron conquistar la mayor parte de
las tierras hispánicas sin encontrar apenas resistencia. Solo las regiones
montañosas de las zonas cantábrica y pirenaica escaparon a su control.
Junto a los árabes, que ocupaban los puestos dirigentes, grupo
bereberes del norte de África engrosaron las filas de los invasores
musulmanes.
Los árabes tenían fuertes
estructuras tribales (qaysíes,
kalbíes) que mantuvieron largo tiempo fuertes enemistades que pronto se
manifestaron al repartirse las tierras ocupadas.
A todos estos problemas entre los árabes, hay
que añadir los provocados por los beréberes
islamizados del norte de África, reacios a someterse a
un autoridad central. Resultado de todo ello fue un
oscuro período de luchas y enfrentamientos entre
los distintos clanes árabes, y
entre árabes y beréberes, que durará toda la primera mitad del
siglo VIII.
Diversos magnates nobiliarios visigodos decidieron pactar con los invasores,
como fue el caso de
Teodomiro, en la región murciana. Las escasas fuentes disponibles nos
hacen pensar que la conquista se realizó principalmente mediante
capitulaciones y rendiciones acordadas entre los señores godos y los
conquistadores musulmanes. La violencia fue más la excepción que la regla.
Esto nos explica la rapidez de la conquista.

El Emirato (756-929)
Tras la invasión musulmana, la mayor parte de la península
ibérica se convirtió en una nueva provincia del califato islámico (imperio
musulmán), Al-Andalus.
Al frente de este territorio se colocó a un Emir o gobernador que
actuaba como delegado del Califa musulmán, por entonces perteneciente a
la dinastía Omeya, con capital en ciudad de Damasco.
Los musulmanes realizaron algunas incursiones por el norte
de la Peninsula, pero fueron derrotados por los astures en Covadonga (722).
También penetraron en suelo franco, donde ocuparon ciudades como Narbona, pero
sufrieron un duro golpe ante el ejército de los francos en las proximidades de Poitiers (732). Esta batalla supuso el fin de la expansión árabe
musulmana en Europa.
A mediados del siglo VIII tuvo lugar un hecho clave. La
dinastía Omeya fue víctima de la revolución Abasí, familia que
se adueñó del Califato. Un miembro de la familia derrotada logró escapar,
refugiándose en Al-Andalus, donde, gracias a los apoyos que encontró, se
proclamó emir. Se trataba de Abd-al-Rahman I (756-788), con quien comenzaba en Al-Andalus el
período conocido como emirato independiente, debido a que acabó con
la dependencia política de los califas abasíes, que habían establecido su
sede en la ciudad de Bagdad. Al-Andalus siguió reconociendo al Califa Abasí
como líder espiritual del mundo musulmán.
Abd-al-Rahman I fijó su capital en la ciudad de Córdoba e inició la
tarea de construcción de un estado independiente en Al Andalus. Para ello
necesitaba fundamentalmente tres cosas: un ejército, unos ingresos económicos,
y sofocar las posibles revueltas de sus enemigos. El desafío al poder central
de Córdoba fue una constante en las grandes familias nobles musulmanas
asentadas en las diversas regiones de Al-Andalus.
El Califato
de Córdoba (929-1031)
Un importante paso en el fortalecimiento de Al-Andalus se dio en el año 929, cuando el emir Abd-al-Rahman III (912-961) decidió proclamarse Califa, cargo
en el que confluían el poder político y el religioso. “Nos parece
oportuno que, en adelante, seamos llamado Príncipe de los Creyentes”, se
escribía en una carta que el nuevo califa envió a sus gobernadores.
El Califa residía en el alcázar de Córdoba, situado junto a
la gran mezquita. Unos años después de su autoproclamación, Abd-al-Rahman III
ordenó construir, al oeste de la capital, la impresionante ciudad-palacio de Madinat al-Zahra, convertida en residencia califal y en el centro del
poder político de Al-Andalus.
Almanzor y la crisis del Califato de Córdoba
En las últimas décadas del siglo X, Almanzor se
hizo con el poder efectivo en Al-Andalus; ejercía el cargo de hachib,
una especie de primer ministro. Mientras tanto, el califa de la época, Hisham
II (976-1009), vivía recluido en el palacio de Madinat al-Zahra sin ejercer en
lo más mínimo el poder político.
Almanzor,
que basó su poder en el Ejército, integrado sobre todo por soldados beréberes,
organizó terroríficas campañas contra los cristianos del norte peninsular. Su
muerte en año 1002 inició el proceso de descomposición política (fitna)
que llevó al fin del Califato en el 1031.
